UNA CULTURA DE UÑAS ABIERTAS -tercera parte-

[continuación]

Hoy y aquí [México, 1984], vivimos en un patriarcado que masculiniza y falocentraliza la vida; un muy buen ejemplo de ello es el propio lenguaje: en un auditorio en el que podemos contar 3507 mujeres y 1 hombre, se habla en términos masculinos, demoliendo toda posible democratización social en cuanto a sexo-géneros. Tal masculinización abre una barrera entre mujeres y hombres, podemos hablar, entonces, de una cultura masculina y de una cultura femenina: dos formas discursivas, aunque como el sistema social requiere y exige la reproducción, la normada heterosexualización de las relaciones determina una cultura oficial más o menos mestiza. Esta cultura, con acta de reconocimiento, abre nuevas barreras; ahora, entre los hombres y entre las mujeres, taladrando las experiencias y los deseos personales para delinear los núcleos marginales de las homosexualidades.



De un lado y dominando la escena con los parlamentos del discurso del poder, están los heterosexuales, divididos por sexos… del otro lado de la banqueta (permítaseme el buguísima lugar común) se escuchan los discursos de las homosexualidades, también divididos por sexos, en virtud del aprendizaje de ignorancias impuesto por la moral de temores familiaristas. Consecuentemente, nuestra vida transcurre en un tener que ir saltando de un espacio a otro, de “isla” en “isla”. Salvando barreras, las y los homosexuales tenemos que dominar la sintaxis y las estrategias de más de una cultura, para adecuar nuestros nuestros relojes al medio.

Así, podemos hablar de dos búsquedas fundamentales: la sobrevivencia a un “mundo buga” dominante, y la vivencia de “nuestro mundo homosexual”, que debe ser constantemente recreado. Y ésta es una de las más importantes características de una cultura homosexual: una mayor recreación, una movilidad incesante, en oposición a un rígido discurso de poder masculino heterosexual, que busca en lo posible perpetuarse. Una constante transformación de los puntos de  referencia, de las superficies y de los adornos. Con las mismas palabras, desde la homosexualidad se dicen otras cosas; por ejemplo, se construyen lenguajes que estrenan el humor del autoescarnio para convertirlo en vacuna que nos inmunice de los “chistes mataputos” y de los “comentarios estrangula marotas”.



Lenguaje de vivencias y sobrevivencias, dialecto-sombra amargamente risueño, divertido, doloroso, escurridizo, rápido, ingenioso, maquillado con lentejuelas y bordado con estoperoles. Un dialecto de paciencia infinita, que se transforma de pronto para volar con otros matices… multifacético e inaprensible. Y como el lenguaje, también centellean en diversificaciones y cambios el caminar y las miradas y las formas de bailar y la conquista incesante de los espacios.

¿Cómo negar la existencia de una cultura homosexual? ¿Con qué argumentos y desde qué plataforma teórica? Existe y es una cultura de uñas abiertas, que arranca sentimientos cotidianos e imprime, como cualquier cultura, sus propios significados a las cosas. No, no sólo son cultura homosexual artículos extraordinarios como Ojos que da pánico soñar de José Joaquín Blanco, ni cuadros como los de Bacon ni obras de teatro como las de Jean Genet o la pesía de Walt Whitman, sino también el gesto de triunfo caminero de aquella loca que inventa sus instantes ante el rostro horrorizado de mamá y el de aquella lesbiana que vistiendo mezclilla y corbata su figura delicada, que los abuelos ortodoxos esperan poner a la venta en el mercado familiarista de los matrimonios reproductivos.



No, la cultura va mucho más allá de un punto o una coma, de una pincelada o una sombra en un lienzo, más allá de un ensayo antropológico, psicológico o literario. Y permítanme poner un ejemplo cotidiano, que hace vomitar a moralismos intelectuales: los urinarios. ¿Para qué son en la cultura heterosexual? ¿Qué significados se les dan a los baños públicos? A partir de la experiencia de los hombres homosexuales adquieren nuevos significados, nuevos usos… no sólo compartimos con los bugas  la utilidad premeditada desde el funcionalismo del cagar y del mear, sino que los hemos resemantizado como espacios de encuentro, conquistados en la batalla fobofílica en la búsqueda de experiencias, que no por fugaces y anónimas son menos trascendentes, Y ¿eso no es cultura? ¿Eso no se refleja en cómo escribo, en cómo pintas, en cómo habla aquel chico? ¿No es cultura el adecuar necesidades y deseos a lo que existe, tanto como crear aquello que satisfaga necesidades y deseos hambrientos?



En tanto que habitantes de un mapa político heterosexual, los homosexuales elaboramos la microquímica de otras formas relacionales, abriéndonos camino con las uñas, siempre dispuesta a desgarrar las pieles que intentan asfixiar nuestro sentir. Aún en aquellos casos en los que el miedo se esculpe como huída avalando la homofobia, se germinan rasgos de una cultura propia, expectante y dispuesta a sangrar: desde el clóset se construyen estrategias para sobrevivir, pasando desapercibido y para encontrar la vida y el experimentar del deseo, sin que papá se dé cuenta y sin que el jefe de la oficina se percate de ese brillo ansioso en la pupila.



Las uñas pintadas o rotas, pulidas o llenas de tierra o grasa se abren camino a través de los problemas de clase, las y los homosexuales no somos homosexuales sólo a la hora de fajar o coger, lo somos cuando caminamos y vemos un árbol, cuando dormimos solos o acompañados, cuando estudiamos, apretamos una tuerca o limpiamos una mesa, cuando cobramos a un cliente, cuando gastamos, cuando acariciamos o cuando huimos de un perro. Y tampoco nos manifestamos como sujetos culturales sólo cuando dictamos una conferencia, cuando filmamos una película o cuando abrimos un abdomen para extraer un apéndice inflamado, sino siempre que entramos en contacto con los elementos sociales de una realidad… y eso es a cada instante, las veinticuatro horas de cada día.

Para nosotros, los homosexuales, que vivimos como virus en el contexto heterocentralizado, las horas pasan en forma distinta a como pasan para los bugas, igual como son distintos los segundos para los hombres y para las mujeres. Y de las vivencias y de las formas de sobrevivencia surgen los aconteceres y haceres culturales, siempre en movimiento, siempre devorándose y digiriéndose unos a otros, determinando nuevos rasgos, nuevos instantes, nuevas perspectivas de experiencia y de observación: formas distintas de sentir y tratar a lo que nos rodea.



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