RAREZAS (2)

LA REALIDAD ES INEXPLICABLE, VIDA MÍA
© Por Xabier Lizarraga Cruchaga

  — No. Me niego; me opongo rotundamente. —dijo, y salió de la habitación como sale el chorro de agua del grifo abierto: arrastrando consigo lo que estaba a su paso, incluso las miradas de Lisandro y Romualdo tropezaban con su arrebatada respuesta.
¿A qué se negaba, si nadie le había pretendido hacer cómplice de nada? Él era el que había llegado; no, no había llegado, había irrumpido… interrumpido una coreografía que se desarrollaba con suavidad y precisión.
— Déjalo —susurró Lisandro (parecería que no quería desdibujar sus bien delineados labios que tantos miraban con algo más que admiración)—. Ya se le pasará; él es así, impulsivo (hubiera querido decir rotundo, pero no le vino la palabra a esos labios tan deseados por algunos de los que lo acompañaban); es bastante impredecible, diría yo (e intentó reir, sin conseguir más que una grotesca mueca).
Pero el que había salido de la habitación, lo hizo con la mirada de los demás a cuestas, llevándose consigo incluso la atención que Lisandro esperaba a su comentario desenfadado y sólo susurrado al oído, un comentario aparentemente tranquilo (pensaba Romualdo).

















Por unos minutos, quizás sólo segundos, ninguno de los dos dijo nada; sólo se escuchaban los tenues fuelles de las respiraciones, que no lograban acompasarse, coincidir en ritmo e intensidad… Cada una en su propio subibaja de pulmones acostumbrados a la rutina de hacer que un ser permaneciera con con vida… aunque ésta no fuera necesariamente calificable de “buena” sino sólo de “una más y rutinaria existencia” sin mayores proyecciones y resonancia.
— ¿A qué se niega? ¿Qué le dijiste? —preguntó Romualdo sin desprender la mirada de la puerta que no había llegado a cerrarse del todo tras la salida de ese hombre al que había conocido hacía sólo cinco o diez minutos (intentaba recordar cómo había dicho que se llamaba, pero no había puesto la debida atención).
— ¿Qué? —preguntó, a su vez, Lisandro, en un intento por restarle importancia a cualquier cosa que no fuera lo que él mismo deseaba pensar, hacer o sentir en ese momento (que lo hicieran responsable de esa abrupta salida, no era algo que deseaba) — Olvídalo, cariño.  
Parecía que Romualdo (incluso él mismo sentía) iba a volver a preguntar qué le había dicho Lisandro a ese hombre para que respondiera como lo hizo, pero guardó silencio. Probablemente era más sensato no insistir; después de todo, no tenía que preocuparle la reacción de ese hombre ni tenía porqué inmiscuirse en asuntos que no le concernían. Era Lisandro el que debía (o tal vez no) preocuparse por la sorpresiva salida de su amigo. Pero al parecer, Lisandro había intuido lo que estaba pensado, lo que tenía intención de preguntarle.
— Nada —susurró Lisandro—, no le dije nada. Él es así. Un poco extraño, un tanto susceptible, bastante reaccionario —y rió por su juego íntimo de palabras (aquel hombre era reaccionario, porque reaccionaba de manera un poco abrupta ante todo).
  
Romualdo demostró con su mirada azul, intensa, limpia, que no comprendía el uso de ese último adjetivo; pero optó por sustituir cualquier pregunta con una adorable (a los ojos de Lisando) sonrisa.
— Me encanta tu sonrisa —sonrió Lisandro a su vez—. Se te ilumina la cara cuando sonríes… y lo iluminas todo (quería recuperarlo, recuperar el momento, la emoción arrebatada).
Romualdo sostuvo la sonrisa un poco más (también deseaba recuperar lo perdido); pero su sonrisa ya no era la misma, resultaba un poco forzada, casi obligada y un tanto fuera de lugar, carente de significado, como torpemente trazada. Incluso sus labios (a los que Lisandro quería reconquistar) parecían haber perdido vida y naturalidad, frescura.
— ¡Y más vale que tú también te niegues y te abstengas! —gritó , desde la puerta apenas entreabierta el chico que había salido con pasos de indignación y gesto de malhumorado; ese hombre volvía a sorprender a Romualdo con su repentino regreso a escena.— Piénsalo muy bien antes de hacerlo. Consúltalo con tu psiquiatra. Más te vale que no sigas por ese camino...
— ¿Es una amenaza? ¿Otra de tus consabidas y cotidianas amenazas? —rió forzadamente Lisandro (deseaba retomar el control… y relmente en algún momento lo había tenido). 
— Yo nunca amenazo. Sólo me tomo la molestia de advertírtelo —chilló el hombre antes de volver a desaparecer de la vista de Romualdo, sin molestarse en cerrar la puerta.
  
— No entiendo nada. ¿Qué pasa? —balbuceó Romualdo, que no sabía si levantarse de la cama, si cerrar los ojos o si sería capaz de desviar sus pensamientos hacia otros horizontes emocionales.
La situación parecía más seria de lo que en un principio creyó (si las situaciones pueden ser realmente serias y no simplemente “ser”): algo se cocinaba a fuego lento pero implacable entre Lisandro y el otro hombre… y tal vez él mismo ya era parte del guiso. Romualdo sentía incluso un poco de miedo… ese miedo único y especial que puede sentirse cuando uno está a punto de desnudarse y entregarse a una aventura erótica más y descubrimos que sabemos menos de la otra persona de lo que creíamos (y descubrimos que icluso sabemos muy poco sobre nosotros mismos).
Romualdo se sentía desconcertado, como cuando hemos anunciado que nos tiraremos a la alberca desde el trampolín de diez metros y al llegar al extremo de la plataforma descubrimos que la alberca parece mucho más pequeña de lo que creíamos, que sólo es un rectángulo azul en el que probablemente no atinaremos a entrar sin darnos un golpe mortal en los bordes… y hacemos conscientes de que dichos bordes son de cemento duro e intransigente.
— Nada, cariño, nada. No pasa nada —volvió a reír forzadamente Lisandro.— Son cosas de maricas avejentadas antes de tiempo, pese a sus pieles de melocotón. Relájate… ¿Quieres una copa? A mi me apetece un vodka. —Y le dio un rápido beso en esos labios tan admirados que habían perdido de repente toda capacidad de sonreír.
Pero Romualdo sentía que tenía el cuerpo como un San Sebastián renacentista, asaetado por el miedo, por las dudas, por la inseguridad. Quería salir, volver a casa, pero sus piernas no respondían, y sus ojos oscilaban como péndulo infinito de la puerta entreabierta a la mirada (también como entreabierta) de Lisandro.
— Cuando yo tenía tu edad tampoco comprendía las reacciones de las locas de más de veinticinco años. Me sorprendían —recordó Lisandro levantándose de la cama para ir a buscar la copa que había ofrecido… Y sin decir más, también salió por aquella puerta, testigo de enfados, amenazas y huídas, que seguía apresando la atención de Romualdo.
  
Una puerta por la que él mismo (por primera vez en su vida) había entrado hacía menos de una hora y por la que hacía aún menos tiempo había entrado también aquel joven (al que él ni esperaba ni conocía), que luego la había vuelto a utilizar para salir (aparentemente muy molesto) y unos momentos después la había traspuesto sólo con medio cuerpo asomándose para advertir sobre quién sabe qué a ese otro hombre que ahora también había salido de la habitación, con el paso frívolo que demanda el haber ofrecido una copa para cambiar de tercio en el ruedo de los desencuentros sorpresivos.
Hay veces que la vida da giros repentinos sobre quién sabe qué eje, y de un momento a otro todo se tuerce (y todo adquiere una tonalidad extraña, entre gris y musgosa), y el aire que se respira ya no parece oxigenar el cuerpo, sino embalsamarlo para ser exhibido en una vitrina antes de ser inhumado en un lugar desconocido para posteriormente olvidarlo.
Romualdo no sabía bien a bien cómo se sentía: había encontrado a Lisandro en la calle, lo conocía desde hacía unos cuantos meses, los había presentado un amigo común, se habían gustado mutuamente y esa misma noche se conocieron más profundamente (en el sentido más que literal, carnal y jadeante del término “conocer”). Y sin duda, habían podído acoplar sus alientos y movimientos alcanzando una dosis de placer más que memorable. En dos o tres ocasiones anteriores habían coincidido en reuniones de amistades ocasionales, pero no se habían dado las condiciones adecuadas para repetir el encuentro de los cuerpos (uno de los dos iba con alguien o los dos ya se habían comprometido con otros potenciales amantes de ocasión). Esta vez no sólo se encontraron casualmente, caminando sin rumbo, también se encontraron dispuestos el uno para con el otro. 
Lisandro invitó a Romualdo a su casa, y éste no se hizo de rogar (por lo menos, no lo suficiente como para que nada de lo que ahora vivía sucediese) y llegaron comentándose nimiedades, dispuestos a pasar directamente a la cama, a las caricias, a las filigranas de gemidos, a los egoísmos propios de un acostón más en las bitácoras personales: se gustaban, se gustaban mucho y eso era el único requisito que uno y otro necesitaba llenar esa noche de jueves sin quehacer.
Romualdo comenzaba a rozarle con un dedo los labios (como si deseara practicar una caligrafía amorosa antes de entrar de lleno en la redacción de una entrega mutua de alientos, jadeos  e intensidades) cuando entró aquel otro joven y, con toda la naturalidad del mundo saludó con un sonriente “Hola, chicos”; se acercó a Lisandro y le dio un beso en la mejilla y, generoso improvisado, le estampó otro en los labios a Romualdo; tras lo cual, se sentó en la cama, preguntó sonriendo si estorbaba o lo invitaban a participar. Lisandro le dijo algo (muy breve, por cierto) al oído y la tormenta se desencadenó: el chico se levantó de nuevo como lanzado por un resorte que vence la resistencia que lo contenía, miró a Romualdo con una expresión indescifrable y luego dijo, sin llegar a gritar, incluso sin levantar mucho la voz, pero con un tono frío y definitivo, “No. Me niego; me opongo rotundamente” y salió. 

Romualdo, desconcertado, comenzó a experimentar una curiosidad pespunteada por una ligera angustia… ¿Le excitaba esa incomprensible situación? ¿Suponía algún peligro? ¿Podía significarse como ingrediente azaroso que pronosticaba una deriva hacia un estado de incontrolable confusión…?
 
  No, Romualdo no podía concretar una respuesta que le hiciera recuperar la respiración tranquila y sosegada de esos momentos sin más futuro que ser sucedida por nuevas inspiraciones y expiraciones: sístole-diástole-tic-tac… y así, por tiempo indefinido.
Pero hay veces que los momentos, más que torcerse, se fracturan, y las grietas se disparan en numerosas direcciones fractales, como si huyeran de la responsabilidad de la rotura inicial. Y es en esos momentos, cuando uno no sabe bien a bien qué hacer ni qué no hacer, no queda más remedio que seguir viviendo sin hallar sentido a los instantes que se suceden (quizás el no pensar y el dejarse llevar son el recurso menos comprometido, aunque no siempre el más seguro).
Romualdo volvió el rostro, clavando la mirada en el vacío silencioso por el que, hacía sólo unos momentos, había salido Lisandro. La copa de vodka prometida se había convertido casi en una necesidad vital… Pero Lisandro tardaba más de lo esperado, como si  también hubiera desaparecido para siempre, dejando a Romulado en un inestable intento de equilibrio en el tiempo-espacio indefinido de la espera y la pregunta no pronunciada (germen de una posible intriga de final difícil de adivinar). Pero no, Romualdo no había escuchado más pasos, más puertas que se abren o se cierran… Lisandro no parecía haber salido del departamento, y su ropa permanecía ahí en el suelo, como escultura casual, improvisada, sin sentido ni significado unívoco, cumpliendo con el contundente papel de “evidencia de que algo cargado de promesas sensuales había pasado en esa habitación”... Y quizás aún podía ocurrir una agradable secuela en la que tejer y bordar deseos y quizás incluso placeres hasta ese momento desconocidos.
Pero Romualdo sentía que el tiempo comenzaba a pesarle, a cortarle la piel, a nublarle la vista y las ideas… Se sentía desprotegido, solo, abandonado… sólo borrosamente acompañado por su propia sombra que, casi ridículamente alargada, reptaba por el suelo y trepaba tímidamente un poco por una de las paredes, casi en la esquina de la habitación, como si buscara acurrucarse ahí, como si pensara que los rincones son potenciales refugio (si las sombras llegan a ser capaces de pensar).



Romualdo miraba de nuevo en dirección a la salida de Lisandro, quien parecía no estar ya en el departamento; incluso, no haber existido.
Romulado intentaba calmarse y miraba a un lado y otro como si estuviera en la sala de un museo admirando obras hasta ese momento desconocidas: la habitación era austera, estaba limpia, pero carecía de algo acogedor: sólo una cama con las sábanas verdes un poco desordenadas, una mesilla de noche con una lámpara sin estilo definido y luz tenue, un pequeño tubo de lubricante, unos cuantos condones… una pequeña alfombra de un sucio color marfil con discretas líneas de un verde olivo obscuro, un pequeño espejo en la pared, un cartel de una vieja película de Rita Hayworth… un reloj de pared de silencioso transitar de un segundero de aguja roja, una repisa en la pared frente a la ventana, con más libros de los que parecía estar capacitada a resistir, otra puerta cerrada (quizás ocultando lo guardado en un clóset o las instalaciones de un baño o un pasillo más hacia otras estancias)… Romualdo se vió a sí mismo en el centro de un escenario casi anodino, y sintiéndose a cargo de un espectáculo unipersonal del que ignoraba el guión, la anécdota, las secuencias de escenas y el momento de cierre del telón. 
Su respiración se aceleraba, trataba de conntrolarla, volvía a agitarse un poco: tenía la improvisación dormida entre un temor moderado y una curiosidad tímida que palpitaba en sus sienes, en su cuello, entre sus dedos intranquilos.
Romualdo quiso sonreír, pero el escenario no invitaba a hacerlo… ¿Tiene caso sonreir cuando se está en un escenario sin otro personaje que pueda ser blanco de ese gesto? Probablemente una sonrisa en esas condiciones sólo es una mueca que no da cabida ni siquiera a la incertidumbre… sístole-diástole-tic-tac-sístole-diástole-tic-tac- sístole-diástole-tic-tac-sístole-diástole-tic-tac-sístole-diástole…
Sólo una mosca extraviada hacía eco acompañante a la soledad que Romualdo sentía crecer en su pecho, en su vientre, en su pene relajado, porque incluso el reloj de la pared se aburrió de la espera y dejó de marcar los segundos, por lo que los minutos y las horas quedaban en suspenso congelado.
  
    

Comentarios

  1. Precioso relato madre. Me gusta como manejas los sentires de los (tus) personajes, me ha gustado mucho.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

REÍR… AUNQUE NO HAYA DE QUÉ

ROSA CON CANAS...