HOMOSEXUALIDAD… VEJEZ… SUICIDIO...
© Xabier Lizarraga Cruchaga


Con Samantha Flores García, festejando su cumpleaños.
In memoriam Luis Armando Lamadrid
Con afecto a todos los que ya somos vistos
como algo que quizás no debería estar ahí…
los viejos.
Con cariño a todos los jóvenes que a veces
no se dan
cuenta de que, si tienen mucha suerte,
en el futuro serán viejos con ganas de
seguir vivos,
amando, deseando, gozando con otros ritmos
pero idénticas
ilusiones.
Ser homosexual es mucho más que cuerpos bellos y
jadeos delirantes, más que camas y orgasmos furtivos deseados y disfrutados, muchos
de ellos recordados, añorados; los más, diluidos en la memoria sin dejar mayor
huella… Ser homosexual supone aventuras de muy diverso tipo y no pocos
monólogos interiores, reflexiones y soliloquios muchas veces matizados por
recuerdos, ilusiones, fantasías; pero las más, probablemente, mediados por
culpas, vergüenzas y sobretodo miedo, mucho miedo, muchos y de diversos matices,
orígenes y pesos específicos. Y uno de esos miedos es “la vejez”. Lo que mueve
a otros miedos asociados o que se presuponen intrínsecos a ella.
Desde hace décadas vengo escuchado a amigos y
conocidos homosexuales —casualmente casi todos hombres, sólo una mujer— que,
estando en los 20s o 30s, afirman contundentes que se suicidarán: le temen a la
vejez... Le tienen miedo, mucho, y experimentan un horror abstracto, de
imprecisos contornos pero de afilados dientes.
Varios de los que eran jóvenes, cuando yo también lo
era, ya han muerto por diversas razones (sida, cánceres, otros padecimientos, accidentes
automovilístico, asesinatos...), pero sólo uno por suicidio, y aún no llegaba a
los 40 años: un sida terminal con enfermedades oportunistas muy desgastantes y
dolorosas, no sólo físicamente, lo llevó a pedir ayuda para morir dignamente.
Afortunadamente, el suicidio no es el rostro de la
muerte más frecuente en mi agenda de recuerdos, pero si es un pensamiento
constante aunque no siempre reflexivo (valga la aparente paradoja). Y es que, en
una sociedad en la que no sólo se privilegia la juventud, la belleza y la
actividad desenfrenada sino en la que también se aprende a despreciar a la
vejez, la idea del suicidio no es, no puede sernos extraña sabiendo que vamos a
envejecer, que pese a que no lo ponga en ninguna parte, se adivina cada años que
pasa la temida fecha de caducidad… Aunque no podamos precisarla, y tengamos la
esperanza de que, si ya llegó, no se note.
Entre heterosexuales, un miedo sobrevuela a la
vejez: que los hijos y nietos los vean, sientan, padezcan como carga; y en
consecuencia los abandonen en un asilo donde se sentirán un desecho más en
esta sociedad generadora de basura. Y temen, porque saben que llegado el caso,
tendrán que aprender de nuevo a establecer relaciones con personas que de otra
forma quizás no llegarían a cruzarse por sus vidas; y temen porque en tales
sitios, con seguridad se verán coartados por reglamentos hechos por gente más
joven, gente que no piensa en sus necesidades afectivas sino que se limitará,
en el mejor de los casos, a mantenerlos sobreviviendo.
Entre los homosexuales, quizás es más horrorosa aún
esa expectativa, porque tales asilos son pensados a partir del orden
heterocéntrico hegemónico, por lo que toda posibilidad de encuentro afectivo
con otro viejo será más difícil todavía. Y en caso de llegar a darse, de conseguir
establecer un vínculo que invite a sonrisas, dulces jadeos y temblorosas
caricias, tendrá que darse en la clandestinidad, incluso en aquellos lugares en
los que hemos ido luchando por la visibilidad y conseguimos hacernos orgullosamente
presentes… Pero ya viejos y arrojados fuera de la dinámica social no se tendrán
muchas fuerzas para dar de nuevo esa lucha: las fuerzas han ido quedando en el
camino entre risas y lágrimas, alegrías, frustraciones y tristezas. Además, en
el mundo aún no llegan a más 15 el número de asilos para ancianos homosexuales…
Y habría que ver si no se rigen por el mismo prejuicio de que en la vejez las
experiencias sexo-erótico/afectivas deben olvidarse, quedarse en el limbo
silencioso de las nostalgias personales.
La vejez es dura, difícil pero puede ser vivida con
gusto, aprovechando experiencias y degustando los sabores de los recuerdos y
las pequeñas ilusiones: tejiendo con la imaginación filigranas que extienden
sus luces y sombras más allá del hoy en el imperturbable calendario del vivir.
La efebocracia gay nos la pone difícil porque hace más evidente y crudo el
distanciamiento entre unos y otros… En la realidad cotidiana, aún cuando no
hayamos quedado relegados en un asilo, a los jóvenes y a los viejos nos separan
muchas cosas, incluso cosas que parecen nimiedades pero que generan
laceraciones emocionales: nos separan los volúmenes y los tipos de música que
componen el ambiente en un bar o una fiesta; nos distancian los dolores físicos
de unos y los dolores románticos de otros, las nostalgias de unos y las
impaciencias de otros. Son numerosos los obstáculos que se levantan entre unos
y otros, que impiden muchas veces el diálogo, incluso compartir una sonrisa.
Sin embargo, hay que reconocerlo, aunque difícil es posible llegar a crear
bellos y muy disfrutables momentos de convivencia: sólo tenemos que aprender,
jóvenes y viejos, a compartir paciencias, historias enriquecedoras y risas. Yo,
a mis (ya casi) 65 años puedo dar fe que es posible… difícil pero posible.
Desengañémonos, tener una familia no es siempre la
solución, aunque sin duda algunas familias consiguen construir para los viejos
un trozo de mundo con ayudas y emociones que permiten disfrutes, sonrisas,
alegrías y acompañamientos. Por ello, es importante aprender, cuando aún se es
joven, a establecer vínculos solidarios y creativos con gente de diversas
edades. Pero eso, en sociedades como la nuestra, no es parte de los programas
educativos ni algo que se suela incluir en la educación informal, casera,
porque la dinámica social tiende a educar en la rivalidad… Rivalidad entre
sexos y sexo-géneros, entre clases sociales, entre identidades nacionales o
regionales, entre profesiones (y al interior de las profesiones), entre
ideologías (políticas, religiosas, etc.), y evidentemente entre las edades: se
delimitan férreas fronteras entre bebés y niños, entre niños y adolescentes,
entre adolescentes y adultos... y aún más allá, en una periferia muchas veces
árida: los viejos. El matrimonio puede ser una posibilidad de llegar a la vejez
con alguien con el que se construye un vivir; por ello, la opción del divorcio
debe ser el suicidio reflexionado de ese contrato socio-afectivo por el que en
tantos países se está luchando porque también sea suscrito por dos personas del
mismo sexo [ojo: las “sociedades de convivencia” como sucedáneo es humillante:
nos reconoce como “ciudadanos de segunda”; a no ser que el matrimonio fuera
abolido como institución y tanto heterosexuales como homosexuales tuvieran la
opción de consolidar legalmente sus uniones afectivas bajo esta figura
jurídica].
Pero el matrimonio o la familia no son la panacea, no son ninguna solución definitiva… También pueden devenir en
elementos torturantes: como todo contrato vuelto institución, el matrimonio demanda rigores que
a veces, con los años a cuestas, no son fáciles de soportar. También la
constitución de una familia —reconocida o no por la ley— debe ser resultado de afectos y reflexiones compartidas, de honestos compromisos de
solidaridad, incluso si el vínculo finalmente deriva en experimento fracasado…
¿De qué sirve el rencor? ¿A quién enriquece el resentimiento?
Ser viejo, sin duda, duele: duelen los huesos, los
músculos, las debilidades, los olvidos, las fatigas, las inyecciones y terapias
a las que con frecuencia los golpes de calendario nos empujan. Pero podemos también
reír en la mañana porque el sentir dolor de espalda o de articulaciones o de
cabeza o de pies nos permite saber que seguimos vivos y que aún podemos
sonreír, disfrutar un libro, una caricia, un platillo, una plática… Y como “la
ciencia avanza que es una barbaridad” —como dijera don Hilarión en “La Verbena
de la Paloma”—, día a día se agregan al optimismo los posibles tratamientos,
unos efectivos, otros paliativos, todos bienvenidos… Aunque las crisis
económicas también avanzan y no siempre puede tenerse acceso a ellos: los
políticos y los empresarios, en consecuencia, nos deben muchos momentos de gozo
y creatividad a todos, absolutamente a todos, bebes, niños, adolescentes,
adultos jóvenes y viejos; pero ¿debemos rendirnos? Sólo cuando nosotros tengamos
al enemigo dentro y sintamos que las batallas duelen más de lo necesario.
Por todo ello, pienso que el suicidio es una opción
digna para una muerte digna: Yo mismo he pensado en el suicidio si el deterioro
físico y mental me lleva a convertirme en un cuerpo lamentable que no puede
vivir y disfrutar la vida sin ser una carga para los demás… Lo he dicho muchas
veces en broma, pero lo asumo como compromiso conmigo mismo: si la vida es un
martirio, el suicidio es un deber.
Sin embargo, soy consciente que el suicidio debe pensarse mucho, con frialdad, serenidad, honestidad: debe ser una decisión, no una
desesperadas salida (nunca fácil, sin duda). Por eso mi amado Luis Armando y yo
habíamos hablado con frecuemcia al respecto; y él, aunque aún no era viejo, pensó mucho
en el suicidio cuando su calidad de vida iba cada vez a peor; y por muy
doloroso que fue para mi, sé que su muerte después de tres paros cardiacos,
rodeado de seres queridos —aunque yo no estuve presente—, fue un muy duro
final, pero no le prolongó los sufrimientos que ya eran constantes y cada vez más
inaguantables.
Xabier aunque tengo años de no acudir a tu seminario se puede seguir aprendiendo por medio de tus poesías sobre las esencias de lo humano.
ResponderEliminarSaludos y un abrazo Magister.
Adrián Calzada A.
Qué bien poderte leer además del caralibro ese...
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