UN PULPO DE OJOS MARCHITOS...

© Texto surrealista; autor: Xabier Lizarraga Cruchaga


 Un pulpo de ojos marchitos avanza en las calles invadidas por fantasmas de concreto y vidrio, saturadas de luces parpadeantes y de graffitis que repiten oraciones de un credo lastimoso y lastimero; un credo ortodoxo pero fugaz y evanescente, que cada día en el crepúsculo de los pensamientos se disuelve sin dejar huella en las hojas de los calendarios... por lo menos de mis calendarios más sentidos. Todo lo demás, guarda silencio y se envuelve en su propia sombra, al abrigo de algún gemido o de una queja que apenas es percibida por un oído espía y entrenado en los vericuetos de los secretos y las confidencias.
Los viejos relojes incluso parecen disminuir las intensidades de sus ritmos cardiacos… tic-tac-tic-tac-tic-tac… y los relojes nuevos ensombrecen los dígitos de líneas verticales intransigentes y líneas horizontales claudicantes, como si con ello intentaran no perturbar mi sueño, el sueño de los que aún sin dormir se atreven a soñar y el de los que no quieren soñar por temor a permanecer dormidos una eternidad.
Nada sale a escena al abrir los ojos, porque la vida espera el momento y las condiciones más adecuadas para expresar tanto el ser como el estar cotidianos, para desbordar el deseo que siempre está al acecho, oculto entre los pliegues azarosos que se dibujan en las almohadas o en los ojales de una camisa de nubes un poco deshilachadas, entre las costuras casi vencidas de una bragueta desgastada y semiabierta, entre las arrugas de unas sábanas que pierden las tibiezas adquiridas y entre los recovecos de una toalla qe aún conserva los húmedos olores mezclados del jabón y la piel.
Tú eres yo mismo… pero no eres más que mi imagen en el espejo de mis insomnios y en los riachuelos de mi inquieto dormir, sólo un ojo que mira, una oreja que oye y una boca que quiere gritar algo cuando guarda silencio. A tu alrededor y alrededor mío acontece la vida, suceden cosas que no pueden ser usadas como argumento o evidencia fatal en el juicio sumarísimo del día a día… no, no son evidencia de nada, salvo de que algo llamado existencia ocurre en un permanente gerundio suspendido, sin tocar suelo por miedo a perder el aliento o el derecho a los suspiros.
Y en algún rincón, descubro la sombra inquietante del pulpo al que, sólo para el momento mismo de verlo, le otorgo un nombre que no pronuncio... un nombre que quizás nadie pronuncie y un apellido que contiene algunos vagos recuerdos herrumbrosos, quebradizos, porque el pulpo es distinto a los demás pulpos que he podido ver en el mar, en los mercados, en los platos servidos del concurrido restaurante portugués. Es un pulpo que avanza sin conseguir ir más allá de donde deja la huella húmeda de su pasado, de ese ayer sólo llorado cuando la debilidad derrota toda decisión de ser algo más que una presencia sin patrimonio heredable… y al pulpo no le queda más remedio que reconocer que está donde estaba antes, que no ha ido a ningún sitio, que por más que agite con desesperación sus tentáculos, siempre estará en el tiempo presente de su ahora y donde esté, será el aquí indestructible del momento. Es un pulpo gordo de tanto devorar ansiedades, un pulpo iridiscente que con hambre de conocerlo, persigue a un albatros… un albatros embriagado de soles, que son soles desprendidos de las sábanas y de las lunas abatidas por el sueño de alguien que no duerme, que quiere dormir y quizás olvidar, pero que no puede porque tiene los párpados cosidos a la vigilia.
Arriba, entre las nubes de una idea que se desvanece sin saber porqué, el albatros danza. Es un albatros de alas casi metálicas de algodón suave, que opone resistencias al viento y a las sombras para vencer finalmente a una de las muchas y olvidadas Rosas de los Vientos, de esas que quedan tiradas por ahí mientras caminamos sin rumbo fijo, ensimismados. Un albatros que mira sin dibujar ninguna preocupación en sus negras pupilas, no sólo por los tentáculos sino tampoco por las intenciones del pulpo hambriento, anhelante. Es un albatros que grazna sus juegos de “ahora te hago creer que me alcanzas y me evado justo cuando te sientes triunfante, pulpo tonto”… pero realmente no es tonto, es un pulpo ingenuo o curioso o quizás sólo enamorado, que quiere alcanzar lo inalcanzable.
Las nubes se resisten, se niegan a permanecer ahí nada más, convertidas en colibrí o en helicóptero o en montaña de cima inalcanzable, pero necesitan de algo más que de ellas mismas para iniciar cualquier viaje por mínimo que sea. Trabajan de ciclorama para el albatros y de techo artesonado para el pulpo… lo que me permite comprender el porqué de sus ojos marchitos y admirar lo metálico y lo flexible de las alas del albatros, sin preocuparme por el cómo del correr y del volar y por las causas cartesianas del momento.
Tanto arriba como a un lado y al fondo de un precipicio de emociones apenas esbozado, un cielo humoso y saturado de gritos y sonrisas, de heridas y caricias, de estallidos y murmullos, se extiende con las fatigas de un ayer y las perezas de un mañana a cuestas. Cubre el movimiento de los relojes... de las esperas... de los olvidos… de las sombras… del musgo en los troncos oblicuos de un bosque de huellas imborrables, que van siendo dejadas en el epicentro del hacer y del sentir sin registro ni oficial ni oficioso, porque los burócratas encargados de levantar las actas correspondientes, son ciegos a todo lo que exceda a un brevísimo pensamiento previamente aprendido de memoria, mudos ante la inevitable sorpresa de un destello o un quejido o un pensamiento que abre su capullo de recuerdos, sordos a lo que desborde los rigores de una ideología mecanicista y pragmática.
Antes de llegar a rozar el horizonte, y tras un visillo tenue, sutil, gaseoso de una ventana semiabierta y de inciertas proporciones arquitectónicas, se esconden unos ojos que también oponen resistencia a ver lo que tienen clavado en las pupilas... y se resisten inútilmente al parpadeo que obliga a perder pie, aunque sea por un instante milimétrico; aunque no sólo pierden pie en una, dos, varias ocasiones, sino que por momentos casi imperceptibles lagrimean un brillo, un matiz azulado, una humedad de sales milenarias. Uno de los ojos mira hacia el Este tránsfugo de las emociones agónicas, otro intenta ver más allá de las nubes del Norte de una intención sudorosa de respiración entrecortada, el tercero se dirige hacia el Sur de sí y se mueve en círculos concéntricos hacia el pozo profundo de su ahora y su aquí, sin nervios, sin temores, sin angustia... y así sucesivamente y hasta repetir el ciclo, cualquier ciclo, todos los ciclos. Cada ojo se basta a sí mismo porque se sabe abrigado por sus párpados, siempre fieles pese a las posibles y frecuentes fatigas que acumulan entre las pestañas y en el rincón sedoso de los lacrimales. Aquel de la izquierda es un ojo que sonríe, pero que no se entrega, que sólo captura las ráfagas dejadas por los tentáculos de humos acuosos del pulpo vagabundo, del pulpo extraviado, del pulpo que no consigue dar alcance al albatros... que no consigue, tal vez, ni siquiera recordar por qué y para qué pretende darle alcance. Ese de la derecha, es un ojo aún menos ambicioso porque se siente satisfecho de haber podido ver, aunque sólo fuera muy tangencialmente, una sombra sonriente que finalmente inquieta a la memoria, pero que se deja arrullar por una idea previamente incrustada. El tercer ojo, como queda dicho, no puede menos que verse en perspectiva dentro de un trozo de espejo, de un cristal dejado ahí por un olvido, de un charco formado por alguna lluvia apenas apagada por el tránsito solar del día y por la fricción insistente de una multitud delirante de neumáticos.
Los demás ojos que existen o aguardan en algún sitio aún no descubierto por el pulpo, por el albatros, por los otros tres ojos o por mi mismo, tal vez duermen abriendo el grifo de los sueños o sin inmutarse contemplan el ir y venir de lo que va y viene aquí cerca o tal vez lejos o a la vuelta de alguna esquina no detectada aún con la precisión que se requiere para ubicarse en un mapa, incluso utilizando el GPS. Son ojos que quizás se cuentan por miles y optan por ocupar su sitio en la mitad de miles de rostros… y se conforman por ahora con ser parte silenciosa de un alguien que, por el momento, permanece enmudecido por habérsele impuesto un doloroso anonimato.
Algunos hombres y varias mujeres, con los rostros deformados por el sueño, porque hace sólo un momento finalmente pudieron arrancarlos del espejo, entretejen sus pasos con las calles, con los ruidos vecinales, con los motores de los vehículos prepotentes, con los silencios olvidados en los hoteles de paso o tirados en los botes de basura a un lado de una lata vacía, de un condón roto, de un cascarón de huevo y de unos deseos comprimidos en los agrios restos de un jugo de naranja artificial… que no se consigue digerir ni con la ayuda cuestionable de la metoclopramida y la ranitidina. Hombres y mujeres de diversidad de edades y colores de piel, que dudan si caminar o no, mientras piensan si deben o no tragar los recuerdos que mastican desde hace días, meses, años... quizás décadas o centurias.
A cada paso que dan los hombres, el pulpo los roza, el albatros los sobrevuela y los ojos los atraviesan: están atrapados en un vivir que no da concesiones a nadie ni a nada, ni siquiera a las creencias menos ortodoxas o más heréticas. En cambio las mujeres, ricas en ilusiones y fuerzas emocionales, avanzan hacia una sombra fugitiva… una sombra heredada de sus madres, de sus abuelas, de sus ancestras más olvidadas por la historia, pero recordadas por el dolor cotidiano y las fatigas hilvanadas a sus despertares y a su siempre inquieto dormir, arrulladas por las alas evasivas del albatros; son las mujeres de los templos antiguos, de los pasillos de hospitales que duermen y del hacer en las cocinas, mujeres que escapan como el albatros de los inquietos tentáculos del pulpo de ojos marchitos.
En algunos pliegues y rincones escondidos de los relojes estallan bombas, mueren figuras que se desdibujan, que gritan y suspiran mientras pasan hambre los miembros de un coro a los que nadie escucha ni reconoce ni concibe que estén ahí, cuando ninguna función, ningún estreno que merezca la pena de atender ha sido anunciado, por más rojo sangre que resulten las escenas que han montado con ensayos e improvisaciones repentinas… siempre repentinas, como son y deben ser las improvisaciones de buena calidad.
Y al final, va a ser que todo eso ocurre porque los hombres están rotos por fuera y enteros por dentro, al tiempo que las mujeres se ven orilladas a sentirse y a vivirse llenas por dentro y vacías por fuera.
Unos y otras son hermanos y hermanas que consiguen dibujar en sus labios unas cuantas sonrisas incestuosas, sin resentimiento o envidia aparente, pero rellenas de picadillo de dolores y agonías, sin historia alguna registrada en los archivos de la norma institucional de la tortura, pero promovida por las academias somnolientas al servicio del Estado y por la memoria colectiva que se deja distraer con pan y circo... pero escritas en la piel a base de torturas, confesiones, abandonos y desgarros sólo presentes e imborrables. Las mujeres viven o malviven o agonizan o mueren esas historias íntimas que no tienen fuerza jurídica, porque no son voces avaladas por algún juez o ministro religioso, mientras no se expongan con orden y concierto en una confesión hecha como los inverosímiles dioses mandan y necesitan; historias que sólo para ellos mismos son tan reales como el aire que entra y sale de sus pulmones, siempre acuciosos en la labor respiratoria. Y quienes algo sepan de esas historias que nos contienen a todos los nacidos o de lo que ellas recuerdan poco antes de dormir, sin duda se resistirán hasta donde puedan antes de vomitar todas las maldiciones añejadas en el pecho y el vientre sobre un diván que capitaliza malestares, la mayor de las veces sin conseguir apaciguarlos… no digamos diluirlos en una nada terapéutica deseada, ya que no pudo ser premeditada, por lo que tampoco puede resultar profiláctica. Aunque tal vez llegue el momento en que las mujeres y los hombres, en sus instantes de privacidad o en plena vía pública, no resistan más y vomiten un trozo de historia que ni ellos mismos sean capaces de reconocer o eructen algún miedo necesariamente flatulento. Quien sabe... Ellos y ellas, por lo pronto, no pueden saberlo. Nadie puede saberlo, todo lo más intuirlo, sospecharlo, imaginarlo... quizás hasta desearlo.
Las mujeres y los hombres entran y salen de los edificios que modelan las calles y que utiliza el pulpo en su deambular, que sobrevuela el albatros en sus elevaciones y descensos; calles a las que ocasionalmente tiñe una neblina sorpresiva y sorprendente compuesta de humedades, estornudos de motocicleta y evaporaciones de las bolsas de basura que se cuecen al sol… porque las calles de la ciudad y del planeta ya globalizado, diariamente juegan a la bolsa de valores y siempre salen perdiendo más de lo que pretendían o podían invertir: descubren así, que la crisis que viven no es nueva, sino que siempre se reestrena y amenaza.
Los hombres y las mujeres suben y bajan por las escaleras que esculpen los aletazos incasables del albatros y que miran sin comprometerse con nada y menos aún con los ojos marchitos del pulpo; escaleras que en algún momento la niebla alfombra, como preparándolas para recibir las entradas y salidas de algún digno representante del vivir, que se sienta satisfecho de moverse libremente sin sentirse alterado por la miseria o la mugre o irritado por el éxito comercial de algún vecino o, peor aún, por un desconocido extranjero.
Las mujeres y los hombres entran, salen, suben y bajan encontrándose y despidiéndose, olvidándose, recordándose y volviendo a olvidarse incluso de sí mismos, de ellas mismas… olvidándose de que recuerdan y olvidan, y olvidando que ahora, como ayer y como mañana, son tentados por el pulpo y ventilados por el ajetrear de alas del albatros. Aunque por momentos imprecisos por su algodonosa arquitectura, algunos se besan al amparo de una sombra diseñada por un vegetal que nadie reconoce porque aún no ha sido clasificado, domesticado y mucho menos comercializado; se acarician al dar vuelta por el pasillo largo, interminable en su recorrido de sueños y recuerdos. Otros esperan a que les lleguen la oportunidad o las ganas de respirar un poco más intensamente que antes, que hace un rato, que hace días.
De tanto en tanto, como aferrado a un tic-tac-tic-tac-tic-tac obsesivo más que monocorde, en un rincón del espacio abierto reluce un vientre, que sorpresivamente se encuentra con un rayo de sol que escapa de una nube enjaulada en el centro mismo de un aguacero anunciado en el noticiero de la noche anterior, pero que al parecer por lo pronto se encuentra suspendido en una espera sin programa. Una pierna aprovecha la oportunidad y escapa de la rutina, elude a una mariposa en tránsito hacia la nada y corre como asustada por su propia sombra de colores tras la pierna vecina que sólo por un momento le saca ventaja. Un pie tropieza con la prisa de un caracol que ha dejado caer sin propósito alguno el albatros en su vuelo y el pulpo no alcanzó aún a detectar...
— Todo va bien —se dicen unos a otros los hombres y comentan confidencialmente las mujeres, mientras dejan sus huellas trémulas en la tierra líquida donde naufragan las flores carnívoras de sus deseos carroñeros, que se materializan sin horario preciso, haciendo concretos e inevitables los escaparates mentales donde reinan penes erectos y goteantes, vientres tensos, vaginas sedientas, brazos ansiosos, nalgas agotas por las sillas y los pellizcos ocasionales, tetas turgentes y colmadas de futuros apenas esbozados, labios entreabiertos por la saliva que escapa de sus lamentos casi olvidados, espaldas petrificadas por la añoranza de los recuerdos que nunca tuvieron, de las esperanzas que jamás cuajaron, de las nostalgias sin sepulcro ni destino.
— Si, todo va bien, no hay de qué preocuparse— murmura alguien cuando atraviesa y corta por la mitad la sombra huidiza de quien va delante con pasos que titubean; alguien temeroso de dejar ver a los demás demasiado de sí mismo y aunque quisiera echar marcha atrás, se siente incapaz de defraudar al paisaje de enfrente, que lo aguarda con la paciencia infinita de todos los paisajes, sobre todo de los paisajes que sueñan con ser tan enigmáticos y provocativos de sueños como los que parece haber allá en lo alto, argentinos y redondos, en la luna.. si, en esa luna casi mitológica que, ocasional pero puntualmente y superando timideces astrales, se muestra en su total plenitud de sucedáneos de plata.
Aunque la frase “Todo va bien” está dicha con desgano, entre el humo de un cigarro, los círculos de una copa de vino y las espinas de un eructo transformado en cardo, es una frase un tanto ácida y corrosiva porque no sólo es una frase más, es una frase hueca, ácida, irremediablemente vacía, quizás inútil porque los calendarios reciclan fechas como siempre y los relojes reinician, sin protestar, la cuenta del tiempo que consiguieron arrebatarle a la clepsidra de cristal de roca y sudores.
Y en el silencio, de pronto, se dibuja una tensa calma, vagamente disfrazada con una sonrisa o dos o tres o cien o más y con un rubor apenas perceptible, no sólo insonoro sino insípido y sin aroma.
— Si todo va bien, todos nosotros todavía tenemos esperanza —comenta rumiando optimismos artificiales uno de los hombres que no desacelera el paso, aunque las rutinas y el tedio consigan embaldosar las calles que utiliza una y otra vez el pulpo al perseguir la sombra esquiva del albatros.
— Si todo va bien para vosotros, es que todas nosotras todavía carecemos de esperanza —se atreve a murmurar una de las mujeres acelerando también el paso, huyendo de las rutinas y el tedio de las calles sin asfaltar que sobrevuela el albatros muy lejos de los tentáculos del pulpo.
Los demás hombres y el resto de las mujeres callan tragándose algún punto y aparte, una procesión de puntos suspensivos y moderadas dosis de interrogaciones, paréntesis, guiones, puntos y comas, acentos, corchetes y comillas en medio de un sonoro y contundente aplauso silencioso de signos de admiración. Entretanto, algunas ideas y unas cuantas gotas de ironía se abren corrosivas un camino fortuito entre la bruma que intenta detenerlo todo, incluso lo más blando y escurridizo, lo más líquido, lo más gaseoso, vaporoso… y en la medida en que unas cuantas ideas sobreviven un instante más, dibujan sus propias veredas evadiendo compromisos; si, si es necesario lo subrayo: intentando no comprometer demasiado sus mañanas aún hipotéticos, saturándolos de adornos de miga de pan que el mismo albatros puede confundir con alimento y destrozar a picotazos, en vuelos rasantes para esquivar al pulpo que no deja de clavarle en su centro la intensidad, apenas reluciente, de sus ojos marchitos.
Algunas sombras se estremecen, otras continúan su deambular de tonos grises y tacto de terciopelo. Nadie levanta la voz porque no le guste a un niño un fragmento de vida agónica disfrazada de caramelo. Nadie piensa en un niño que no conoce. Nadie se preocupa realmente por una vida por más que se disfrace de lo que se disfrace, si no es la propia… y eso a veces, aunque todos digan e insistan en que aman, que quieren, que extrañan o que lloran a otros, más si esos otros son niños que podrían disfrutar de los dulces de la vida si no estuvieran condenados al abandono, a la orfandad, a la violencia, a la miseria, al abuso, a la esclavitud de muy variopinto color, con frecuencia con sotanas de por medio: — ¡Pero, por favor, por dios, por lo que más quieran… que no los adopten los maricas…! —claman en sus curules los sabios legisladores, empollando hemorroides vaticanas. No importa que se queden tiritando de fríos emocionales o con hambres heredadas; no, no importan los niños ni nadie finalmente: uno está para lo que está, y no hay discusión que valga. Sabido es que una gran mayoría de los hombres y muchas mujeres sólo ocasionalmente rozan las fronteras de tales preocupaciones, porque todos los días están demasiado entusiasmados con sus propias tragedias o comedias limítrofes, vecinas cuando no compartidas. Todos siguen respirando para ventilar las angustias y asimilar los desvelos personales, digiriendo cada ahora y cada soy con tragos largos de un brebaje a base de suspiros licuados, de sonrisas derretidas y de algunos aburrimientos a punto de turrón… siempre el aburrimiento, el tedio inevitable, casi infinito e impropio de una farsa teatral con un dejo sutil, imperceptible de importancia o trascendencia. Y es que cada quien conserva para sí sus más íntimas y agridulces semánticas, porque las reserva como ingredientes imprescindibles de los melodramas que elabora con su saliva y sus sudores... melodramas bordados con pompas de jabón y pompas fúnebres; melodramas con frecuencia condenados al fracaso comercial, pero que tienen garantizado el éxito en las taquillas de la vanidad; melodrama en sintonía con las indiferencias hacia el otro, los otros... los demás.
Algunas ideas se fosilizan poco a poco sin que nadie se percate... otras rompen el cascarón y dejan ver sus picos de cristal.
— Cuánto nos entusiasma engañarnos a nosotras mismas mientras contemplamos a las lechuzas que vigilan al cuervo ese que recorre el cielo arrebatando cuentas de un collar de tradiciones cuestionables y que denigran muchas biografías mutiladas —comenta en un murmullo sin pausas una mujer que nadie reconoce y que consigue extraviarse, una vez más, entre la gente que parece estar donde no quiere. Y sin embargo, mientras mira a uno y otro lado de la calle antes de cruzarla, en sus labios se dibuja una sonrisa irreprimible, porque se siente a gusto de haber escupido ese trozo de malestar.
— ¡Cuánto nos lamentamos nosotros mismos mientras escuchamos a las nubes que recorren los paisajes cotidianos, clamando por olvidar tradiciones milenarias, pretendiendo dar muerte a los usos y las costumbres que han dado cuerpo a nuestra historia planetaria! —rezonga un hombre que quiere ser reconocido y admirado, aunque pase inadvertido entre la gente que cree estar donde presumiblemente pretendía estar. Aunque él también dibuje con torpeza una sonrisa, sin duda fingida, y también cruce la calle tras escupir su personal opinión sobre el asunto.
Las ideas bostezan disimulando el gesto tras las montañas que dibujan el horizonte, mientras unas gotas de ironía se abren camino bordando sombras que se estremecen, conservando las humedades polifónicas de sus más íntimas semánticas.
Las mujeres, que a veces se miran y otras veces sólo se olvidan de sí mismas, comprenden que todo va... si no bien, de la única manera que puede ir mientras el albatros no sea alcanzado por los tentáculos del pulpo en un abrazo de armonías rosadas y éste se vuelva prisionero enamorado de la mirada de los tres ojos que protegen los visillos… y eso, siempre y cuando la ventana permanezca por lo menos entreabierta recibiendo la brisa que arrastra novedades.
Mientras en la calle aún puedan encontrarse y despedirse las sombras de los transeúntes, cualquiera de nosotros puede salir de sí mismo y exponerse a las miradas, sin sentir más miedo que ayer y con no pocas posibilidades de extraviarse entre los pasos de los hombres y las mujeres que nos reproducen, con o sin jadeos, con o sin deseo, con o sin propósito alguno de reproducirse, y sin demostrar fatiga ni confianza en el mañana, ni seguridad de haber tenido una experiencia sexual más o menos satisfactoria; y lo que suele ocurrir casi siempre por no decir todos los días es no asumir la responsabilidad de ser padre, madre, hijo, abuela, si se tercia un embarazo no deseado o peor aún, si se tropieza con la responsabilidad de malvivir una infección lamentable siempre inoportuna… desgastante, aniquiladora de oportunidades de sonreir. Todas ellas, responsabilidades que siempre solemos dejar para un más tarde que casi nunca llega en toda su magnitud, con todo su peso, con toda su resonancia saturada de ecos interminables, incansables, indefinibles con las páginas del diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Y para colmo, se hablan y se oyen sin escucharse ellos mismos, mientras ellas susurran poniendo atención a lo que no se dice… y todo, sin permitir ningún rubor que delate debilidades inaceptables o megalomanías disfrutables pero censuradas. Se miran unos a otras, unas a otros, ellos entre sí y ellas entre ellas, y todos continúan caminando un día más entre los incansables movimientos tentaculares del pulpo de ojos marchitos y bajo los aleteos a veces sincopados del albatros.
Pese a todo ello o por ello mismo, el reloj continua con su consabido tic-tac-tic-tac-tic-tac que se vuelve albañil de calendarios, y podemos incluso sonreír... quizás hasta llorar un poco para lavar las esperas a que nos hemos obligado desde aquel día o aquella noche en que alguno de nosotros, sin nombre conocido y sin historia por conocer todavía, barruntó que era hora de no ser lo que habíamos sido hasta entonces, sino lo que podríamos haber sido si nos hubiéramos dado desde el principio a nosotros mismos los permisos necesarios y los suficientes momentos sosegados de reflexión. Pero el imperturbable tic-tac-tic-tac-tic-tac vuelve una y otra vez a lo mismo e hipnotiza y nada ocurre… o casi nada, pocos cambios, cambios casi imperceptibles porque las cosas siguen donde estaban incluso antes de despertar. El pulpo de ojos marchitos, el albatros, los relojes y los calendarios continúan ritmando pasos, miradas e incluso aplausos de los hombres y las mujeres, mientras los ojos tras los visillos parpadean con la rapidez y la certidumbre de una libélula, para no perder de vista por más de un instante lo que inevitablemente se sigue y seguirá conjugando en el interminable gerundio de siempre; ese gerundio que acorrala el ahora y le impide ser un ayer o un mañana sorpresivo. Nunca viviremos en el inviolable presente gramatical sin dimensiones ni contornos precisos, ni mucho menos en el imperturbable pasado biográfico, que se piensa inmutable a pesar de los juegos macabros y libertinos de la memoria; esa memoria maledicente y tramposa que siempre quiere dejar para más tarde el concluir definitivo de lo que iniciamos hace apenas un momento, quizás porque espera sembrar ilusiones e imaginar maravillas a futuro... quizás porque sabe que inventa más de lo que realmente recupera del pasado.
—Sí, más vale esperar que comprobar que lo deseado no llega —susurra el aleteo del albatros, que en un descuido casi se deja atrapar por el pulpo, que sin embargo pierde el momento por detenerse a festejar sonriendo un triunfo que finalmente no llega a conseguir… que muy probablemente no conseguirá mientras las mujeres y los hombres, los niños, los adultos y los ancianos, los heterosexuales y los homosexuales, los blancos, los amarillos y los negros, los de izquierda y los de derecha sigan habitando esa torre de Babel de mil y un lenguas incomprensibles unas para otras.
Con ese coro de segundos y horas coreografiando el tiempo, el pulpo continúa y continuará avanzando sin moverse de lugar, porque realmente no sabe hacia dónde mover el segundo tentáculo de la izquierda, que se resiste a las convenciones de una marcha que pudiera tener algún tinte o sonido militar o conventual, que lo comprometa demasiado con la disciplina y el rigor metodológico o con algún dogma no sancionado por las rutinas cotidianas. El albatros en paralelo permanente a todo lo que ocurre debajo de sus alas, sigue y seguirá dibujando su vuelo con cierta impertinencia en las plumas y creando dibujos caóticos en su estela invisible, siempre en el mismo trozo de cielo que ha ocupado hasta ahora. Los ojos de uno y otro no parecen fatigarse... o no perceptiblemente. La ventana sigue entreabierta con sus visillos moviéndose apenas y dejando que los ojos miren, uno al Este, otro al Norte y otro al Sur. Los hombres y las mujeres en consecuencia se desdibujan, se diluyen, se evaporan poco a poco, gota a gota, línea a línea, sombra a sombra sin desaparecer totalmente, porque escriben con pasos y sudores sus propios himnos vitales, sus mugidos de vacas rumiantes, que exhalan de sus ubres cerebrales algunos hilos blancuzcos de un olor nutritivo, graso, ligeramente fermentado que los hace seguir siendo lo que son y como vienen siendo.
Y todos, incluidos el pulpo y el albatros y los ojos y la ventana, desbaratados y rearmados cada vez que respiramos, continuamos aferrados a un ahora que deja de ser instante a cada instante, al momento de despertar; aferrados a un aquí sin domicilio conocido, sin código postal... incluso sin remitente alguno, y aunque todos estamos al final de la escalera cotidiana acompañados de nuestras íntimas soledades, seguimos en un accidentado transitar, permeado por los juegos de lo posible y lo probable, porque nada sale a escena cuando se abren los ojos en la mañana ni nada guarda silencio y votos de castidad cuando los cerramos pretendiendo dormir, aunque sea con las ayudas químicas del Tafil, con la calidez de la valeriana, con los arrullos de alas del albatros transformado en aeroplano que permite sueños de vértigo o con las caricias mórficas del octavo tentáculo del pulpo que lanza su densa tinta nocturna sobre nuestros párpados fatigados.

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